Por Joaquín Morales Solá
Para LA NACION
La democracia es, sobre todo, una manera de vivir. Y si algo se está deteriorando rápidamente durante el gobierno de Néstor Kirchner es la calidad de la democracia argentina. Una cosa fueron las desorbitadas crisis económicas que vivió la Argentina; otra es el regreso paulatino de tiempos en los que era habitual una común percepción de opresión.
Los ministros padecen de pánico y las piernas les tiemblan cuando se acercan al despacho presidencial. Los conflictos estallan en la mesa de trabajo del Presidente porque nadie se anima a darle malas noticias a Kirchner. Los legisladores oficialistas les temen a los teléfonos intervenidos y al seguimiento con más intensidad que los opositores. Los empresarios hablan en voz baja, si es que hablan.
El sistema de partidos está peor de lo que estaba cuando Kirchner llegó al poder. Del Partido Justicialista sólo se sabe que está intervenido por un señor Ruiz y que el Presidente ni siquiera se toma el trabajo de hablar de su partido. El radicalismo está siendo desarticulado a golpes de superávit, de prebendas y de viajes inexplicables. A Elisa Carrió le han sacado porciones enteras de su partido. La oposición tiene su responsabilidad, pero el paisaje que hay es el que Kirchner imaginó en los sueños de la noche patagónica.
Ningún empresario quiere ya invitar a Roberto Lavagna luego de que el gobierno le vaciara varios actos con hombres de negocios. Es posible que Ricardo López Murphy no escriba otro libro porque la presentación de su última obra fue boicoteada por piqueteros cercanos al oficialismo.
La Iglesia, donde hay todavía un importante reservorio de resistencia cívica, está a la espera siempre del próximo sablazo presidencial. El periodismo no está excluido de la presión ni de la opresión. Kirchner entiende sólo dos clases de periodismo: uno es el incondicional a él, por las razones que fueren, y el resto pertenece a una oposición que debe desaparecer. Las vías para extinguir a este último van desde el ahogo económico a los medios hasta la descalificación sistemática de la prensa.
Los métodos de disciplina política y social son varios y cambiantes. Pero hay uno que es invariable: Kirchner se para frente al arbitrario atril, ante un público de incondicionales, y dice discursos como llamaradas en el principal salón de la casa donde gobiernan los presidentes.
La última vez que estuvo allí hizo una referencia peyorativa contra este periodista por razones que nunca explicó, explorando en archivos de diarios de hace 28 años. El tiempo sobra en la esfera del poder. La oportunidad era un innecesario aniversario, nueve meses, desde que decidió pagarle la deuda al Fondo. Pretexto en estado puro.
Quien esto escribe no publicó ningún artículo en el diario Clarín el 4 de junio de 1978, al revés de lo que aseguró Kirchner, y jamás escribió los párrafos que el Presidente le atribuyó falsamente. Cualquier hemeroteca puede dar fe de ello. ¿Invento? ¿Deducción? ¿Manipulación? Desde Goebbels sabemos que no importa lo que es, sino lo que se dice que es. Lo peor es que algunos periodistas fueron los primeros en creerle al Presidente. La frivolidad no es exclusiva de los gobernantes.
Se trata, se lo mire por donde se lo mire, de una persecución para descalificar a un periodista. No sólo el Presidente ha pronunciado palabras de rencor; también existió el hecho mismo de que le haya ordenado a sus ineptos empleados que hurgaran en diarios de hace casi 30 años. Eso define la persecución. Ante tanto tiempo perdido, ¿cuándo gobiernan la Argentina?
Durante los años de la dictadura, este periodista no dejó de hablar nunca con los políticos proscriptos (Raúl Alfonsín, Ítalo Luder, Fernando de la Rúa y Antonio Cafiero, entre los que están en este mundo, pueden recordar aquellos encuentros) y nunca dejó de recibir y dialogar con las organizaciones de derechos humanos (Graciela Fernández Meijide, entonces una invalorable dirigente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y Nora Cortiña, la más conocida referente de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, entre los que están vivos, saben de aquellas reuniones).
También es cierto que este periodista nunca militó en ningún partido político, ni formó parte -ni de cerca ni de lejos- de ninguna organización armada ni optó por el exilio. Y eso puede tener la categoría de culpa en los tiempos actuales.
En su discurso inhumano, Kirchner habló de que en 1978 ya se sabía que existían 30 mil desaparecidos. Si eso fuera cierto, ¿qué hacía en aquellos años el actual presidente construyendo en Santa Cruz una envidiable fortuna personal? ¿En qué organización de derechos humanos militó en los años 70, 80 o 90? En ninguna. Como dijo hace poco Milagros Pierini, dirigente santacruceña por los derechos humanos, "su actual discurso le es útil a Kirchner, pero él no fue un defensor de los derechos humanos". En efecto, tan lejos estuvo del tema que hasta ignora quién es quién.
A un presidente hay que juzgarlo por su gestión como presidente y no por lo que hizo -o no hizo- hace 30 años. Pero es el propio Kirchner el que insiste en llevar el debate al lodazal de hace tres décadas. ¿Qué mensajes reciben los argentinos de menos de 45 años? ¿Con qué proyecto oficial podrían sembrar sus ilusiones si todas las miradas están clavadas en los años 70?
Es improbable que el obispo de Posadas, Juan Rubén Martínez, haya tenido una vocación previa de recordar la falta de pergaminos del Presidente en la defensa de los derechos humanos en los años 70. Fue Kirchner el que antes había vuelto a zarandear a la Iglesia de aquellos años (que no es la misma que la de ahora) y provocó la dura réplica del prelado.
Nunca Kirchner hizo una sola referencia al crucial papel que cumplió la Iglesia durante la gran crisis de principios de siglo para amortiguar las dramáticas consecuencias sociales del colapso nacional. Es notable, además, que el Presidente se haya ofendido luego por la respuesta del obispo. ¿Es Kirchner acaso el único argentino con derecho a expresarse?
La libertad de expresión es la que tambalea en última instancia. Hay periodistas amenazados luego de las diatribas presidenciales. Las palabras violentas preceden a los actos violentos. Desde un excitado seguidor presidencial hasta un enemigo de Kirchner sabe ahora que están abiertas las puertas para un empellón o para un acto criminal. Nos ha expuesto a la violencia, en un país desde ya inseguro, porque las palabras de un presidente tienen resonancias más allá del atril. De hecho, un autodenominado "Frente de Unidad Popular" convocó para mañana a un acto en defensa de Kirchner frente al diario LA NACION.
Con todo, no fue lo único que sucedió en los últimos tiempos. La separación entre periodistas amigos y enemigos del régimen comenzó claramente cuando le aplicaron la censura en medios del Estado a Pepe Eliaschev y a Víctor Hugo Morales, dos periodistas de reconocida trayectoria, aunque con convicciones independientes.
La publicidad del Estado, que está solventada con recursos del Estado, es tratada como un bien privado del Presidente para premiar y castigar a los medios de comunicación. En algunos casos, la sobrevivencia es posible. En otros, se trata de la frontera que separa la vida de la muerte de muchos diarios y medios audiovisuales.
No podría ser casual que la última andanada contra el periodismo haya sucedido cuando desapareció el testigo Jorge Julio López. Kirchner tiene razón si ese hecho desgraciado lo sacó de las casillas, porque podría convertirse en el suceso más grave que le haya tocado vivir a la nueva democracia argentina. Pero ¿qué culpa tiene el periodismo de sus desventuras? Algunos periodistas sólo subrayaron que el Estado, en cualquiera de sus niveles, promovió juicios y luego no protegió a los testigos y que el Presidente calló durante demasiado tiempo.
Ahora, encima, Kirchner no tomó distancia de las temerarias declaraciones de Hebe de Bonafini, que sospechó de López porque "no fue un militante". Felipe Solá fue el único funcionario que se apartó rápidamente de esa injusticia. López fue secuestrado, torturado y declaró contra Etchecolatz en su reciente juicio. ¿Qué otra prueba debe dar de que no es un victimario sino una víctima? ¿Acaso se ha llegado al absurdo de que sólo los secuestrados que militaron en grupos insurgentes son víctimas?
El problema tiene su eje en una Argentina formal y en otra informal. ¿Existen decretos o resoluciones que atenten contra la libertad de expresión? No. ¿Hay plena libertad de expresión en la Argentina? Hay cada vez menos y, en verdad, muy pocas veces se vivió un clima de tanta asfixia en la prensa desde la restauración democrática, hace casi 23 años. A pesar de todo, el buen periodismo resistirá hasta que llegue el infalible día de la libertad recobrada.
Por Joaquín Morales Solá
Para LA NACION
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