Thursday, September 07, 2006

Carta abierta al presidente de la República

Por Alberto Benegas Lynch (h.)
Para LA NACION

No estoy muy seguro de que pueda hablarse de República en nuestro caso, puesto que el Congreso ha abdicado de sus funciones y, por tanto, la separación de poderes ha dejado de existir. El Legislativo ha delegado sus funciones esenciales en el Ejecutivo y, para mayor precisión, por si hubiera quedado algún espacio sin transferir, la respectiva ley agrega: “...y toda otra materia asignada por la Constitución nacional al Poder Legislativo nacional que se relacione con la administración del país”.

Da la impresión de que los legisladores se aferran a sus bancas al solo efecto de percibir dietas. Un verdadero suicidio del sistema republicano y una inaceptable concentración de poder, similar a la de los regímenes militares que, al decir de Jean-François Revel, hacen gala de una acentuada hemiplejia moral. Con razón se señalan los procedimientos inaceptables desde el aparato estatal, pero se ignoran las masacres que iniciaron los asesinos terroristas.

Vaya esto como introducción. Quiero en estas líneas puntualizar dos temas de naturaleza muy distinta, tratados por su gobierno recientemente. El primero se refiere a las declaraciones de su ministro de Planificación Federal y, en segundo término, a una de sus últimas declaraciones públicas.

En el caso del ministerio que lleva un título bastante presuntuoso, por cierto, llama poderosamente la atención que desde allí se haya indicado a los empresarios que sean ambiciosos en sus proyectos y que inviertan y que se les haya dicho que el Gobierno velará por una rentabilidad justa y razonable. Asimismo, el ministro señaló: “Muchos [empresarios] buscan la rentabilidad mediante alzas de precios en lugar de hacerlo por los incrementos en las ventas”. Agregó: “Llamamos a esto decisiones microempresariales sistemáticamente incorrectas”, al tiempo que introdujo en su arenga tragicómicos galimatías, como que las empresas “no tienen inversiones funcionales” y que ellas sólo se hacen “cuando se alcanza la frontera de consumo posible”, como si el empresario fuera un infradotado que espera la situación límite para asignar factores productivos.

Durante toda esta diatriba lo acompañaba el secretario de Comercio Interior, quien negocia diariamente con los ejecutivos los acuerdos de precios.

Pero ¿es que no se ha aprendido nada de la experiencia argentina? ¿No tenemos memoria de los absurdos acuerdos de precios impuestos por gobiernos militares y civiles de distinto signo, que invariablemente condujeron a resultados catastróficos? A estas alturas del siglo XXI y después de la caída del Muro de la Vergüenza, ¿no se oyó hablar de la ley de la oferta y la demanda? ¿No se sospecha siquiera que el decreto autoritario no hace la magia de abaratar bienes y servicios? ¿Seriamente se les dice a los hombres de negocios que sean ambiciosos en sus proyectos? Esto se asemeja mucho a una producción cinematográfica de Woody Allen.

Lo curioso del asunto, insistimos, es que, en las pocas declaraciones –siempre anónimas– que trascendieron del mundo empresario, uno de ellos, aparentemente sin sonrojarse y después de haber recibido los retos gubernamentales del caso, afirmó: “Este gobierno tiene sólo dos puntos flacos: la energía y la inflación”.

Salvo honrosas excepciones, da la impresión de que estos discursos un tanto infantiles sólo son posibles ante empresarios timoratos y prebendarios. En la transcripción de la noticia se consigna que en la audiencia empresarial nadie objetó la sugerencia del ministro en cuestión. “Algunos hombres de negocios quisieron referirse a la exposición, después, con pedido de reserva de identidad”, se añade.

Este cuadro lamentable de situación contrasta abiertamente con el coraje y la decisión de empresarios de otros tiempos más o menos lejanos que eran capaces de defender los principios más elementales de la sociedad abierta, con lo que se alejaban de la actitud del mendicante.

El segundo tema se refiere al Plan Nacional de Desarme, que usted viene anunciando, por el que su gobierno destinaría quince millones de pesos para comprar armas de la población y para la creación de un nuevo Registro Nacional de Armamentos. En este contexto, usted les reprochó públicamente a su ministro del Interior y a su ministro de Seguridad bonaerense por la inseguridad, que es del dominio público.

Es de interés recordar que en tiempos en que en los Estados Unidos se realizaban esfuerzos por establecer una nación libre en su Constitución se destacó muy especialmente el derecho de los gobernados a poseer armas. No por casualidad comparten esta posición los más destacados autores del mundo libre, tales como Cicerón, Ulpiano, Grotius, Algernon Sidney, Locke, Montesquieu, Edward Coke, Blackstone, George Washington, George Mason, John Adams, Patrick Henry, Thomas Jefferson y George Jellinek. No por casualidad la primera medida que adoptaron personajes nefastos como Hitler, Stalin y Castro consistió en la confiscación de armas de sus súbditos.

Es que la forma de ver el aparato político por parte de un espíritu libre es la misma que la que tiene el propietario respecto del servicio de seguridad que contrata. No por el hecho de que le encargue la custodia de su propiedad debe desarmarse el propietario y quedar a merced del custodio. En no pocas oportunidades se muestra la figura de una persona con aspecto de monstruo y bajo esta figura aparece la leyenda: “¿Usted le entregaría armas a este sujeto?”, sin percibir que ése, precisamente, será el que portará armas en detrimento de sus desarmadas víctimas. Por esto es que el máximo inspirador del derecho penal, Cesar Beccaria, sostiene en su célebre tratado que prohibir la tenencia de armas sería lo mismo que prohibir el uso del fuego porque quema o del agua porque ahoga. Dice Beccaria: “Las leyes que prohíben el uso de armas son de la misma naturaleza: desarman a quienes no están inclinados a cometer crímenes. [...] Leyes de este tipo hacen las cosas más difíciles para los asaltados y más fáciles para los asaltantes, y sirven para estimular el homicidio en lugar de prevenirlo, ya que un hombre desarmado puede ser asaltado con más seguridad por el asaltante”.

No se me escapa que incluso algunos de los que convocan a marchas para llamar la atención por la inseguridad en nuestro país y otras personas, también de buena fe, ingenuamente apoyan el desarme, pero en verdad, con las mejores intenciones, les están haciendo el juego a los victimarios.

¿No le parece, señor Presidente, que en lugar de reprender a sus colaboradores en el escenario público sería más fértil revisar las modificaciones permisivistas sugeridas en su gobierno para el Codigo Penal? ¿No le parece que habría que revisar también algunas manifestaciones peculiares que se filtran en sus filas, como que el delincuente no es responsable de sus actos, sino la sociedad? Allí aparece el más crudo determinismo físico, que contradice las bases filosóficas del libre albedrío y la responsabilidad individual.

Espero que tome estos comentarios, realizados con la mejor buena voluntad, como un aporte al debate de políticas y que no arremeta con furia contra las ideas expuestas, tal como lo he visto hacer con periodistas independientes. Vale este último adjetivo aunque resulte un pleonasmo debido a que, como usted sabe, hoy también existen los dependientes, que más bien son alcahuetes, y no periodistas.

Estamos viviendo épocas muy difíciles en nuestro país y en el mundo, básicamente fruto de la decadencia de valores. Ortega señalaba en La rebelión de las masas: “Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera”.

En gran medida se ha perdido el sentido de la excelencia, sea en el deporte, en la política, en el lenguaje, en la palabra empeñada, en muchos colegios y universidades, en la vía pública, en programas radiales y televisivos... Aparentemente, se han deteriorado los modales y los signos de educación más elementales, para no decir nada de la desidia por la propia superación y mejoramiento. No es mi intención cargar sobre sus espaldas semejante responsabilidad, pero creo que desde las esferas gubernamentales se puede contribuir a mejorar la puntería con acciones y reflexiones medulosas y serenas.

Ortega subraya en el trabajo mencionado que la mediocridad siempre apunta a métodos violentos a través de la acción directa. Escribe: “La civilización no es otra cosa que reducir la fuerza a ultima ratio. [...] La acción directa consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio, en rigor, como última razón”. Concluye ese capítulo con esta consideración muy oportuna para nuestro país: “El liberalismo – conviene recordar hoy esto – es la suprema generosidad, es el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el mas noble grito que ha sonado en el planeta”. Tengamos en cuenta, por último, el título, tan sabio, de uno de los capítulos mas citados de la referida obra, y tan consustanciado con en el espíritu liberal: “El mayor peligro, el Estado”.

El último libro del autor es La tragedia de la drogadicción. Una propuesta (Lumière, 2006)

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