Saturday, February 12, 2011

Abuelos

Antes que me recuerden aquéllos versos de “ahora vienen por mí”, aclaro que ya en otras ocasiones escribí y protesté por el tema que domina esta nota y que no han venido por mí, todavía, aunque si por algunos amigos y colegas.
Antes que me acusen de exagerar los argumentos que aquí presento, confieso que SOY exagerado.

Hechas estas aclaraciones, lo sucedido estos días, en torno al cuestionario intimidatorio que la Secretaría de Comercio les hizo llegar a las consultoras privadas, que elaboran índices de precios al consumidor para compensar la ausencia de un índice oficial creíble, y las continuas arbitrariedades del gobierno, en materia de mercados, comercio, importaciones y exportaciones, etc., me volvieron a ratificar lo irrespirable que se ha puesto el aire en la Argentina.

Los métodos nazis que ha impuesto el populismo corporativo y regresivo (disfrazado de progresismo) que prevalece y la pasividad e impotencia con que la sociedad los ha aceptado, y hasta, en algunos casos respaldado, me asustan, me entristecen, y atacan mi optimismo incondicional, sobre el futuro posible para la Argentina.

En la práctica, bajo los formalismos de una democracia republicana, nuestro país está dominado por un Estado arbitrario e ilegal. Que se toma atribuciones que no le competen. En dónde funcionarios de cualquier rango, dan órdenes telefónicas a ciudadanos, empresas, organizaciones, sin el respaldo del derecho, ni de ley alguna, sólo con la amenaza de utilizar sus propias fuerzas de choque, que toman la forma de sindicalistas descontrolados, inspecciones impositivas o laborales, difamación a través del periodismo del régimen, o jueces adictos.

Es cierto que existe la posibilidad de “defenderse” formalmente, recurriendo a lo que han dejado de la justicia y a lo que queda del periodismo independiente. Pero no es menos cierto que, en el ínterin, por la demora propia de esos mecanismos formales en los que se amparan, se pierde tiempo, dinero, recursos y, sobre todo, se desgastan las voluntades.

Como me dijo un amigo los otros días, a raíz del cuestionario que había recibido, respecto de su estimación propia del índice de precios al consumidor: “¿Cómo no le vas a contestar una nota a Stalin? Hasta que la justicia nos de la razón, nos van a hacer quebrar”.

Es cierto que no derriban la puerta a medianoche, para sacarte de la cama; ni te suben a un avión para tirarte desde el aire al río. Es cierto que no te destierran al Gulag, ni te condenan a trabajos forzados. Pero ¿Cómo puede progresar, en serio, un país, en el que cualquier personaje con poder, puede decidir, en un instante, la vida o la muerte de un negocio, de una empresa, de una iniciativa? ¿Cómo se puede hundir capital y lograr rentabilidades razonables, en el marco de políticas que se modifican de la noche a la mañana, por un capricho, una insensatez, o un acto de corrupción?

¿Cómo puede una sociedad que se dice progresista y democrática, soportar las mentiras, las burlas, las excentricidades, de algunos de sus gobernantes, sin, siquiera, el castigo de la protesta, o del voto?

¿Tan fácil resulta comprar voluntades, con un poco de fiesta consumista, subsidios y regalos para los amigos?

Parece que sí.

Mis abuelos paternos, murieron en las cámaras de gas de Auschwitz. Mucho antes de ese momento, una sociedad culta y exquisita, se había dejado convencer, dominar, controlar, o formó parte, de una secta irracional.

Mucho antes, un Estado arbitrario convirtió a sus ciudadanos en víctimas, victimarios o cómplices. Dónde y cuándo se pudo o se debió parar semejante orgía de insensatez, destrucción y muerte, es una pregunta, aún hoy, con muchas respuestas o con ninguna.

A usted, insisto, le puedo parecer exagerado, quizás porque no tiene estos antecedentes “genéticos”, o porque no le asigna a estos hechos, la misma importancia que yo, y lo entiendo.

Pero, en mi caso, cada vez que en la Argentina se cometen, se aceptan, se toleran arbitrariedades que nos dejan tan lejos del resto del mundo.

Cada vez que algún funcionario, algún periodista corrupto del régimen, o algún dirigente gremial o empresario, convalida estas atrocidades “menores”, o mira para otro lado, o hasta las justifica con sofismas absurdos.

Cada vez que yo mismo no hago nada, acepto y me digo a mí mismo, “no es para tanto”, “es una tontería más sin consecuencias”, “ya pasará”.

Cada vez que esto sucede, siento que mis abuelos paternos vuelven a entrar en esa cámara de gas, a la que los llevaban a “ducharse”. Siento que mueren de nuevo. Que los mato.

Enrique Szewach

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