Friday, December 15, 2006

Convertibilidad

En gran medida –aunque no exclusivamente- por prejuicios ideológicos, en nuestro país la convertibilidad es, a la fecha la “bette noire” para una proporción considerable de la opinión pública, que parece haber olvidado que masivamente la apoyaba hasta fines del año 2001 (incluso la Alianza que llegó al poder en el año 1999, proclamando en su “Carta a los argentinos” que no sería tocada). A ese cambio de parecer no son ajenos ciertos formadores de opinión –la mayoría, con una pobre cultura económica y general- que la han demonizado.

Quienes piensan que es una construcción exótica, ignoran u olvidan que un tipo especial de convertibilidad, el patrón oro –con las cajas de conversión- rigió durante gran parte de los siglos XIX y XX en la mayor parte de las economías de Occidente, incluso Argentina. Una caja de conversión se caracteriza por garantizar la convertibilidad de una moneda en términos de oro, o de la moneda más fuerte de otro país u otros países.

La libra esterlina y el dólar estadounidense fueron monedas convertibles en oro desde 1821 hasta 1913 y 1879 hasta 1933, respectivamente. Si bien no implicaban una convertibilidad ortodoxa, en cumplimiento de los Acuerdos de Bretton Woods se establecieron paridades fijas de diversas monedas –incluidos el yen y el marco alemán- respecto del dólar, durante más de veinte años. La posguerra, caracterizada por el crecimiento económico de las principales economías hasta la década del 70, estuvo acompañada por un esquema que era de hecho muy similar a la convertibilidad, con tasas fijas de cambio que se mantuvieron por más de dos décadas.

La ley 23.928 de convertibilidad establecía un esquema en el cual la base mone­taria estaba respaldada en un 100 % con ac­tivos exter­nos. En una economía pe­queña -entendiendo como tal aquélla que por su escasa par­ticipación en la oferta o demanda mundial, no puede influir en el precio de mercado de los bienes comer­cia­lizables internacionalmente, y respecto de la cual los precios internacionales no son una variable en la que pueda influir[1]- la infla­ción doméstica tie­nde a con­ver­ger, más allá del corto plazo, con la de la moneda tomada como referen­cia[2]. Así ocurrió en Argentina.

Otra característica de la convertibilidad, es que si bien al igual que en todos los sistemas cambiarios y monetarios el gobierno no puede controlar la cantidad real de moneda, en este caso, ni siquiera procura controlar la cantidad nominal de moneda nacional. Con tipo de cambio fluctuante, la reducción de la demanda de dinero nacional se traduce en mayores precios y una disminución de la cantidad real de aquél; si rige la convertibilidad, la reducción de la oferta monetaria será nominal y real.

Para comprender algo más adecuadamente el mecanismo de la convertibilidad, es necesario tener presente como esquema un balance del Banco Central, confrontándolo con las condiciones que imponía la ley 23.928: los activos externos debían ser al menos iguales a la base monetaria, lo que significa que las otras fuentes de creación de la base monetaria –créditos al sector público (adelantos a la tesorería derivados del déficit fiscal) y el redescuento al sector privado- debían tener un incremento nulo: sólo podía aumentar la base monetaria por aumento de los activos externos.

Un sistema de “convertibilidad” estricto fue el de la “caja de conversión” vigente durante la época del patrón oro: el dinero que se emite es libremente canjeable por el que le sirve de respaldo (oro, bajo el sistema de la caja de conversión; activos externos, bajo la ley de convertibilidad). En un sistema de convertibilidad puro y ortodoxo el dinero nacional es un equivalente exacto del oro o activos externos que lo respaldan.

En tanto no se violen las reglas impuestas por la convertibilidad, en teoría puede ser mantenida indefinidamente. La oferta monetaria nominal depende exclusivamente de la demanda de dinero nacional: si ésta disminuye, los tenedores de pesos los cambian por dólares; el banco central o la caja de conversión, al vender dólares absorbe pesos, reduciendo los agregados monetarios en pesos. Como la base monetaria no puede ser, en ese esquema, superior a los activos externos –y no puede serlo, si el banco central no crea base monetaria por vía de crédito al sector público ni redescuentos al sistema financiero- en teoría, siempre existirán dólares para satisfacer esa demanda. Los billetes y monedas son simplemente una especie de “vale” de los activos externos, que pertenecen en realidad a los tenedores de aquéllos.

En un sistema de convertibilidad, la relación de cambio con el activo tomado como referencia (oro, bajo el patrón oro, o dólares, bajo la ley de convertibilidad) no sólo es fija, sino jurídicamente inmutable, y el gobierno no puede controlar la oferta monetaria nominal: si el gobierno aumenta la base monetaria y con ella la oferta de moneda nacional, y no existe un incremento de la demanda del público de pesos, ese excedente de dinero se vuelca a los dólares y divisas –cuyo precio continúa fijo, y el banco central está obligado a vender a la tasa legalmente establecida- contrayendo nuevamente la oferta monetaria en pesos, hasta que se equilibran la oferta y demanda de moneda a través de la cantidad (ya que el precio del dólar, oro o moneda fijada como referencia es inmutable).

Pero debe quedar claro que la convertibilidad no es meramente un tipo de cambio fijo. Bajo el patrón oro, las monedas y billetes –el dinero “fiat”- no eran sino títulos representativos de una determinada cantidad de oro depositado en la caja de conversión. La ley de convertibilidad, al menos hasta el año 2001, implicaba la obligación del gobierno de canjear, en todo momento que se le requiriera, pesos por dólares estadounidenses, y para ello, mantener activos externos iguales a la base monetaria, lo que excluía la posibilidad de que se emitiera moneda que no tuviese por contrapartida un incremento de los activos externos. No podía aumentar la base monetaria para financiar el déficit fiscal, ni el redescuento para financiar a los bancos. Como toda regla que elimina la discrecionalidad –esa discrecionalidad ínsita en el dirigismo económico, que piensa que se puede hacer crecer la economía y progresar la sociedad con sabias decisiones del gobierno- tiene el evidente costo de que entraña “atarse las manos”, pero la gran ventaja de que, al reducir la incertidumbre, favorece el ahorro, la inversión y el comercio internacional.

Con convertibilidad, si la economía es abierta –esto es, si los bienes comercializables internacionalmente representan una proporción importante del producto bruto, y no existen restricciones legales o fácticas para la importación y exportación- y pequeña en relación al resto del mundo –es decir, si nuestro país no es un formador de precios en el mercado internacional- la mayor cantidad de moneda derivada de un incremento de los activos externos no presiona sobre los precios de los bienes comercializables internacionalmente –o “transables”- cuyo valor de comercialización será siempre igual al precio del país de origen, multiplicado por la relación de cambio, más los aranceles y costos de transporte.

La importancia de la estabilidad

Mucha gente ha olvidado y los jóvenes no conocieron el contexto histórico que precedió a la convertibilidad. Después de la hiperinflación de 1989, la inflación continuó elevada a lo largo de todo el año 1990. Argentina, de hecho, no tenía moneda. A mediados de 1989 los saldos reales de moneda nacional equivalían sólo a cinco días del producto bruto en Argentina[3], y la moneda empleada para las transacciones medianas o grandes era el dólar estadounidense. De facto, guste o no, era nuestra moneda.

La convertibilidad permitió recrear la confianza en el peso, porque era un peso convertible. La demanda de pesos aumentó durante la convertibilidad, como lo evidencia el aumento del cociente dinero-producto bruto (M2/PNB)[4].

La pobre formación en materia económica de gran parte de la dirigencia nacional –que se ha deteriorado aún más desde el año 2001- desprecia la importancia de la estabilidad de la moneda, o piensa que la inflación se debe a la voracidad o poder monopólico de las grandes empresas[6], cuando no a conspiraciones externas. Ha olvidado la estabilidad de precios que permitió la convertibilidad –época en que la influencia de los malvados extranjeros era mayor- y no valora lo que hace posible la estabilidad monetaria.

El crédito y la inversión a largo plazo no son posibles, si no se cuenta con una unidad confiable de cuenta. Inclusive en el corto plazo, la inflación distorsiona las señales que envían los precios a los agentes económicos, dificultando la eficiencia, premiando el incumplimiento de los deudores y perjudicando a los acreedores. La subsistencia e incluso las ganancias de las empresas no dependen, en tales circunstancias, de la aptitud para satisfacer las demandas de los consumidores, sino del diferimiento de los pagos o el liso y llano incumplimiento, para no contar con la utilización del concurso preventivo para licuar las deudas[7].

El derecho de propiedad –que comprende también el derecho de propiedad sobre los activos líquidos- se ve seriamente afectado cuando la inflación es persistente. La inflación autoalimenta la inflación, pues las expectativas inflacionarias tienden a reducir la demanda de la moneda nacional.

Milton Friedman aconsejó la flotación de los tipos de cambio, y en materia de política monetaria, abandonar la discrecionalidad, fijando una meta de aumento anual predeterminado de la cantidad de moneda, sin pretender realizar “sintonía fina”; la idea es aferrarse a esa regla en todas las situaciones económicas[8].

Mi única coincidencia, es en la necesidad de evitar la discrecionalidad. Pero la hipótesis central de la teoría monetarista de Friedman –que la velocidad de circulación es estable- no se verifica en Argentina. Por su historia económica, Argentina es un país básicamente inestable, y por ende, la demanda de dinero -inversa de la velocidad de circulación- no sólo es reducida, sino inestable. En los períodos de reflujo de la confianza, la demanda de dinero aumenta grandemente, provocando tasas de inflación mucho más reducidas que el aumento de la oferta monetaria; y en las crisis de confianza, la demanda de dinero nacional se reduce, aumentando los precios mucho más que la oferta monetaria.

Las críticas a la convertibilidad

Se ha criticado a la convertibilidad por diversos motivos: a) porque supuestamente representaría un “corset de hierro” o un “cepo” que dificultaría nuestras exportaciones; b) porque generaría una “apertura unilateral” de la economía, permitiendo el ingreso de importaciones subsidiadas; c) porque impide hacer política monetaria; d) porque sería una ficción, ya que “nunca un peso puede valer igual que un dólar”.

a) “El cepo cambiario” y nuestro comercio exterior.

Pocas afirmaciones se han repetido con tanto énfasis, en tantas oportunidades y a través de tantos medios, como que la convertibilidad significaba un “corset de hierro” o un “cepo”.

Si la aserción apunta a que el gobierno no podía hacer política monetaria activa –en otras palabras, que no se podía emitir a discreción- es cierta, pero resulta discutible que sea un defecto, y no una virtud. Otra cosa es que sea incongruente con la coexistencia de permanentes y considerables déficits fiscales –de esa forma es insostenible a largo plazo- pero el vicio no es de aquélla, sino de éstos.

Si los cuestionamientos están referidos al comercio exterior, son decididamente falsos en sus premisas, y conducen a conclusiones erradas. Argentina registró en el año 2001 –último año de la convertibilidad- un superávit de 6.344 millones de dólares en su saldo comercial global, que a la vez significó un importante incremento respecto al registrado el año anterior (1.167 millones de dólares)[9].

En los diez primeros meses de 2001 las exportaciones totalizaron 22.602 millones de dólares (3% superior al valor del mismo período de 2000) y las importaciones 18.047 millones de dólares (14% menor que el valor correspondiente a los diez meses de 2000). En consecuencia, se registró un superávit de 4.555 millones de dólares, mientras que en igual período del año anterior el saldo fue también superavitario en 873 millones de dólares. A esto no significa que el superávit comercial tenga, por sí solo, ninguna virtud mágica, pero sirve para descartar, desde la óptica de quienes abrazan ese objetivo con fanatismo, que la convertibilidad lo impidiera.

A lo largo de toda una década, el comportamiento de las exportaciones fue decididamente positivo. Durante la convertibilidad, nuestro país aumentó sus ventas externas casi un 150%. La tasa de crecimiento de las exportaciones de bienes industriales superó en los 90 el 14% anual; durante esos años, las exportaciones argentinas aumentaron a una tasa del 53% anual a Dinamarca, 37% a Hong Kong, 34% a Taiwan, y 32% a la India y Sudáfrica.

En cambio, en el año 2002 –año del “superdólar” en Argentina- las exportaciones se contrajeron a U$S 25.744 millones, inferiores a los U$S 26.540 millones del año 2001[10], en tanto que las importaciones se redujeron un 55 % -de U$S 19.389 millones en 2001, a U$S 9.144 millones en 2002. El superávit comercial de U$S 16.600 millones se explica por la caída de las importaciones, no por un aumento de las exportaciones. Y ese superávit no tiene ninguna virtud especial: las importaciones de bienes de capital –vitales para mantener en el largo plazo un nivel de competitividad y actualización tecnológica que no incremente nuestra brecha con los prevalecientes en los países más desarrollados, y que a la vez permita exportar bienes elaborados- se redujeron de U$S 3.962 millones, a U$S 1.197 millones; las compras de bienes intermedios –necesarios como insumos en el proceso industrial- disminuyeron de U$S 7.007 millones a U$S 3.990 millones.

Como señalé anteriormente, el elevado superávit comercial se explica no por el aumento de la oferta, sino por la caída de la demanda.

La supuesta “desindustrialización” provocada por la “apertura indiscriminada”

No habla muy a favor de la información y cultura económica de gran parte de nuestra "intelligentzia", que repita sin análisis y sin verificación estadística un error tan manifiesto. Durante la década de vigencia de la convertibilidad, la producción industrial creció significativamente. Hasta el año 2005 no se habían recuperado los niveles de producción del año 1998 –pero ahora, con una distribución del ingreso mucho más desigual-[11], y si la “sobrevaluación” provocada por la convertibilidad era por hipótesis letal para la producción nacional, deberíamos suponer que, abandonada ésta y cuando la cotización del dólar alcanzó su nivel record, el efecto sería un vigoroso repunte de la producción industrial.

Veamos qué ocurrió cuando el modelo desindustrializador fue sustituido por el “modelo productivo”; cuando se declaró el default de la deuda pública, y cuando el dólar alcanzó sus niveles reales más altos, es decir en el año 2002: la producción de automotores descendió -34,8%; editoriales e imprentas, -31,5 %; cemento, -30%; otros materiales para la construcción, -29,9%; carnes blancas, -25,2%; fibras sintéticas, -23,8%; productos farmacéuticos, -22%; metalmecánica, -19,2%; lácteos, -18,6%; detergentes, -17,7%; hilados de algodón, -12,8%; bebidas, -12,3%; manufactura de plásticos, -10,1%[12].

Las ventas de computadoras –fundamentales para un país que piense en el futuro- se redujeron brutalmente: respecto del año 2001 las salidas de desktops cayeron un 79,95%; las de notebooks, un 80,05%; el total descendió un 79,96%. Las ventas de impresoras experimentaron una variación negativa aún más importante: se redujeron un 88,8%[13]. En 2002 se vendieron 110.000 computadoras en la Argentina, cuando en el año 2000 se vendían 1.000.000; según los estudios de Microsoft, el 19 % de los argentinos tenía, a mediados del año 2003, capacidad adquisitiva para comprar informática; esa cifra era del 35 % a fines de la década del noventa[14].

Por lo demás, la mayor parte de los cuestionamientos a la convertibilidad, al margen de dar por sentado que existió una desindustrialización por la competencia de importaciones subsidiadas –lo que no es cierto, a poco que se analicen las estadísticas que proporciona el INDEC- son criticables por muchas razones:

* Tácitamente subestiman la importancia de los servicios, pese a que la tendencia mundial es al crecimiento del sector terciario como porcentaje del producto bruto, especialmente a medida que los países incrementan su ingreso per cápita. A título de ejemplo, en los Estados Unidos de Norteamérica (año 1996), el gasto en servicios representó el 58% del valor del consumo (2,974 billones de dólares)[15] Ese incremento porcentual se dio especialmente en Argentina desde el año 1991 hasta el 2001, y fue notorio: a título de ejemplo, las telecomunicaciones, la provisión de energía eléctrica, los servicios de asistencia médica, las comunicaciones aéreas (evidenciado por el incremento de líneas aéreas en competencia, el número de viajeros y de kilómetros recorridos) y terrestres, experimentaron un impetuoso aumento.

* Igualmente se ignora que el destino de toda producción es el consumo, razón por la cual no es razonable excluir de las estimaciones del bienestar las importaciones, que o están destinadas a la inversión –y aumentan la capacidad productiva- o al consumo. En ambos casos, aumentan la oferta agregada, y considerarlas como un mal, no como un bien, es absolutamente irracional.

Las “importaciones subsidiadas”

Las importaciones de bienes de consumo nunca representaron una proporción significativa del total de las compras externas. A la vez, la frase misma no es valorativamente neutra: presupone que las importaciones de bienes de consumo –frecuentemente, a las que se añade el calificativo de “prescindibles”- serían intrínsecamente malas.

No es cierto que sean malas, ni es cierto que hayan significado una proporción significativa del comercio exterior argentino, ni que hayan destruido a la industria argentina durante la vigencia de la convertibilidad.

La primera cuestión obliga a repasar algunos conceptos elementales, aunque no sean generalmente aceptados por la opinión pública, en torno al libre comercio. Casi todos los economistas están de acuerdo en que el comercio beneficia a todas las naciones, aunque no sea a todas por igual, y aunque pueda haber sectores –en ocasiones significativos- que se vean perjudicados por la apertura. Pero no existen economías prósperas que no sean relativamente abiertas. Como señalan Samuelson-Nordhauss, los países que emergieron del subdesarrollo en las últimas décadas orientaron buena parte de sus economías hacia el comercio exterior. Y no puede haber “modelos” unilateralmente exportadores: cuando aumentan las exportaciones y crece la economía, también se incrementan las importaciones.

Las economías más ricas del mundo son abiertas, incluyendo dentro de ellas a los “socialistas” países nórdicos[16]. A título de ejemplo, Noruega tiene un comercio exterior per cápita que se halla entre los más altos del mundo. En 1997, Noruega exportó e importó bienes y servicios por razón, respectivamente, de casi el 41% y el 34% del PNB; y dentro de las exportaciones –para horror de nuestros “industrialistas”- la exportación de petróleo y gas constituía un poco más de la tercera parte del total.

Otro ejemplo de una economía abierta a los intercambios internacionales es Holanda. Con una renta per cápita de U$S 24.400 dólares, exportó en el año 2000 210 mil millones de dólares, importando 201 mil millones de dólares.

Dentro de Latinoamérica, la exitosa economía chilena –que ha firmado acuerdos de libre comercio con el ALCA y con la Unión Europea- se ha caracterizado por aranceles externos a la importación uniformes y muy bajos (a la fecha de redacción de este ensayo, del 8 %).

Otra muestra paradigmática de un país que en la década de 1940 se encontraba en niveles similares de ingreso al nuestro, pero no incurrió en el error de cerrar su economía es Australia, que a fines de los 90 exportaba 59.000 millones, e importaba 67.000 millones.

La especialización y el intercambio son la otra cara de la división del trabajo. Salvo el proteccionismo agrícola del Mercado Común Europeo y de los Estados Unidos de Norteamérica –enormemente costoso para sus consumidores y contribuyentes- sus aranceles promedio no superan el 10 %.

Algunos aceptan las postulaciones anteriores, pero pretenden una “orientación” de las importaciones: serían por hipótesis “buenas” o menos malas las de bienes de capital y materias primas e insumos para la producción local, y “malas” las de bienes de consumo que compitan con dicha producción local. El colmo de la perversidad, estaría dada por la importación de bienes del sudeste asiático (“baratijas chinas o tailandesas”, para el vulgo), producidos en condiciones de “dumping social” por sus bajos salarios.

Estas afirmaciones merecen una serie de respuestas:

En primer lugar, es falso que los salarios de los países del sudeste asiático sean hoy tan bajos. A título de ejemplo, Taiwan tiene 13.203 dólares de renta per cápita[17], acercándose a cifras similares a las de España y Corea del Sur llega U$S 8.674 per cápita, valores ciertamente superiores a los de nuestro país, y con sueldos en dólares también más altos.[18]

En segundo término, responde a la lógica económica que los países con abundancia de mano de obra –como China Continental- tengan salarios más reducidos, y no parece malo que podamos importar de quien nos venda barato[19]. Otros países tienen abundancia de capital y disponen de tecnología barata, lo que otorga una mayor productividad al trabajo, pero no sería razonable llamar “dumping” a esa posibilidad de vender a bajo costo, ni es irrazonable comprar lo más barato que se pueda.

Gran parte de las exportaciones chinas y en general del sudeste asiático se dirigen a los Estados Unidos –quienes, contrariamente a lo que suele afirmarse, tienen una economía abierta al resto del mundo, salvedad hecha del proteccionismo en materia agrícola, inferior, empero, al de la Comunidad Económica Europea- y no parece que les haya ido tan mal comprando “baratijas” y “juguetes chinos”. Tampoco le fue mal a la propia China continental, cuyo comunismo al estilo maoísta quedó atrás: durante los 23 años comprendidos entre 1978 y 2001, la velocidad media del crecimiento anual de la economía china sobrepasó el 9 por ciento. El valor de su comercio exterior en el año 2001 superó los 500 mil millones de dólares[20]. De sus exportaciones, los Estados Unidos absorbieron el 23 % en 1997, y el 27,7 % en el año 2000, constituyéndose en el principal comprador de China[21].

Si los salarios bajos –implícitos en toda maxidevaluación- fueran la receta mágica del crecimiento de las exportaciones, los países desarrollados deberían exportar muy poco, y el Africa Subsahariana mucho. Argentina, después de la devaluación, debería ser un gran exportador, pero sucedió lo contrario: las exportaciones cayeron en relación al año 2001.

Otra falacia –a veces formulada explícitamente, y las más de las veces, implícita en el denuesto a la “apertura indiscriminada”- es que el pretendido exceso de importaciones de bienes de consumo habría destruido la industria nacional. Esto requiere dos reflexiones:

* En primer lugar, las compras externas de bienes de consumo jamás significaron una proporción relevante de nuestro comercio exterior, ni menos aún del producto bruto interno. En el año 2001 –último de la convertibilidad- se importaron bienes de consumo por U$S 3.805 millones sobre un total de U$S 19.839 en igual período[22], lo que representa apenas un 19,18 % del total importado, y el 1,46 % del producto bruto estimado (260.000 millones de dólares).

* En segundo término, nada tiene de malo que se importen bienes, aun los que puedan producirse en el país. Si las naciones únicamente importaran aquello que estrictamente no puede elaborarse internamente, el comercio internacional se reduciría a su mínima expresión, como ocurrió en la década de 1930, agravando y prolongando la depresión.

La convertibilidad, el endeudamiento externo, y los viajes al exterior

Otra opinión vulgar sobre la convertibilidad, es que fomentaba los viajes al exterior, y que ello propiciaría la “fuga” de capitales y el endeudamiento externo.

Eso es equivocado desde el punto de vista económico, y además encierra una concepción autárquica y que desprecia a los sectores de medianos y altos ingresos.

Quien viaja al exterior con recursos propios o se ha endeudado a corto plazo con agencias de turismo o con el sistema financiero, no incrementa la deuda “externa”, ni obliga a ningún argentino a financiar sus consumos. Está ejerciendo un derecho constitucional (art. 14 de la Ley Fundamental: “...entrar, permanecer, transitar y salir del país”), que no debería ser mirado con disfavor. Si los argentinos no estuviéramos tan aislados geográfica y mentalmente –incluyendo nuestros gobernantes- no se habrían cometido los enormes errores que se vienen cometiendo desde hace más de sesenta años.

Es legítimo querer mejorar la propia educación o la de los hijos, y también lo es procurar el simple esparcimiento. Eso no debería ser un privilegio reservado exclusivamente a los sectores de más altos ingresos –que de todas formas viajarán, con dólar alto o bajo- sino accesible a amplias capas de la población. Que se consideren “progresistas” la pobreza y la resignación habría escandalizado al propio Marx.

Desde el punto de vista económico, la deuda externa se divide en pública o privada. La deuda privada, es un problema de quien la contrae y también de sus acreedores, externos o internos; y la deuda pública –interna y externa- no aumenta porque se importe más, o se viaje al exterior. Las divisas “salen” del país, porque alguien las compró, y su egreso incide en el balance de pagos, pero no en la deuda externa.

En realidad, el incremento persistente del endeudamiento público tiene causas totalmente distintas:

* Fundamentalmente, el déficit del sector público, pues todo desequilibrio fiscal está reflejado en una variación patrimonial, ya sea a través de la reducción de activos financieros por parte del Estado, o por un incremento de la deuda pública.

* La asunción por el Estado de deudas privadas, cual sucedió tras la ruptura de la convertibilidad y la pesificación asimétrica.

Pero ni en la contabilidad pública, ni en la economía privada, un determinado gasto genera per se un incremento del endeudamiento. Este último, surge de los persistentes déficits.

La falacia de que “un peso nunca podía valer un dólar”

Es lamentable que un argumento tan endeble haya convencido a muchos que inicialmente no sólo estaban conformes con la convertibilidad, sino la defendían en forma entusiasta. La Corte lo esboza en el caso “Bustos”.

No hace a la esencia de la convertibilidad –ni aquí, ni en ninguna parte- que se establezca en términos de “equivalencia” de “uno a uno”, pues se trata de denominaciones convencionales de la unidad de cuenta. Antes de fijarse la paridad 1 peso = 1 dólar estadounidense, era 1 dólar estadounidense = 10.000 australes. ¿Y si se hubiera fijado el 1° de Abril de 1991, en 1 dólar estadounidense = 9.920 australes, y luego no se hubiera adoptado como moneda el “peso convertible? ¿Las venturas o desventuras provocadas por la convertibilidad serían distintas?

Paradójicamente, el efecto psicológico que se quiso, de robustecer la demanda de pesos, mediante la poda de cuatro ceros, y la equiparación entre el peso y el dólar –efecto que se logró plenamente en los primeros tiempos- conspiró luego contra la respetabilidad del sistema monetario instrumentado mediante la ley 23.928. Ex post, y reducidos ya a la miseria, a muchos les pareció una ilusión que un peso fuera igual a un dólar, olvidando el carácter puramente convencional de toda reforma monetaria, y que el valor real del tipo de cambio depende de los precios relativos, no de los valores absolutos.

Hoy, al parecer, debemos alegrarnos de que se haya terminado una ficción, y muchos consideran normal la relación aproximada tres pesos = 1 dólar estadounidense (que a la vez se ha depreciado frente al euro). Pero la “normalidad” o “anormalidad” de esa ratio no es función de los valores absolutos allí contenidos, sino de los precios relativos de los bienes y servicios. Si se cambiara hoy nuestro signo monetario –por ley o por decreto- y se lo denominara, verbi gratia, “patagónico”, a razón de “un patagónico = 3 pesos”, nada cambiaría en la economía real. Estaríamos tan bien o tan mal como antes de esa hipotética reforma, pues sólo habría cambiado la unidad de cuenta.

Y supongamos que luego el “patagónico” se revalorizare frente al dólar estadounidense, que cae en todo el mundo (como probablemente ocurriría en nuestro país si el Banco Central no comprara masivamente dólares para mantenerlo en valores cercanos a tres). No sólo equivaldría al dólar estadounidense, sino ¡valdría más! Mientras más confiable sea nuestra economía, mayores fuerzas pujarán por la apreciación de nuestra moneda, sea cual fuere su denominación y valor nominal.

El carácter “artificial” de esa “equivalencia”

Despejado del análisis el problema –ese sí que artificial- de la “equivalencia” (pues ni la equivalencia equivale a convertibilidad, ni ésta a la equivalencia) veamos si la relación de conversión era, en realidad, “artificial”.

El carácter “artificial” puede entenderse en dos sentidos: uno jurídico –el único al que una Corte de hombres de derecho no dio importancia alguna en el caso “Bustos- y otro económico.

Jurídicamente, la convertibilidad era tan “artificial” o tan natural como lo es todo sistema monetario –la generalidad de los países del mundo- en que el valor nominal de la moneda es fijado por el gobierno. ¿A qué llamábamos “peso convertible”? A la moneda que, por ley, podía ser canjeada por dólares estadounidenses si los titulares así lo deseaban; y luego, a partir de abril de 2001 –la llamada “convertibilidad ampliada”- por un promedio simple del valor del dólar y del euro. En tanto el gobierno cumpliera su promesa jurídica de mantener activos externos iguales a la base monetaria y canjear los pesos en todo momento por dólares o por la canasta de monedas antedicha, ese “artificio” podía mantenerse indefinidamente.

Sin convertibilidad, pero con cambio fijo, desde la posguerra y los acuerdos de Bretton Woods, hasta comienzos de la década del 70, los gobiernos estadounidense y europeos mantuvieron paridades fijadas entre sí; el dólar canadiense se “ancló” por mucho tiempo con el dólar estadounidense; Hong Kong –que ahora depende de la República Popular China, pero cuyo ingreso per cápita es muy superior- mantiene la convertibilidad desde hace décadas, in haber padecido secuelas de “desocupación, miseria y hambre” (Corte Suprema argentina dixit); China ató durante una década el valor de su moneda (el yuan) con el dólar estadounidense, pese a las presiones de los Estados Unidos para que permita que se revalúe, y luego lo revaluó ligeramente.

Algunos economistas consideran a la convertibilidad una variante de los sistemas de tipo de cambio fijo, omitiendo que la convertibilidad fijada por la ley 23.928 era más que eso, pues no sólo se mantenía una paridad, sino se habían establecido los mecanismos legales para garantizar el cumplimiento de ella: la obligación de mantener activos externos iguales a la base monetaria (lo que impedía todo crecimiento de la base monetaria que no estuviera generado por un incremento de los activos externos), y el compromiso de canjear en todo momento, a quien lo requiriese, pesos por dólares.

Desde el punto de vista económico, puede considerarse que un valor es “artificial”, cuando difiere del precio de mercado, y el gobierno obliga a los exportadores a vender, o autoriza a todos o algunos de los importadores a comprar a ese precio, o cuando ha nacionalizado el comercio exterior, y el precio fijado por la divisa extranjera es ajeno a su valor en las transacciones privadas.

Nada de eso ocurrió durante la convertibilidad. Hasta bien entrado Diciembre de 2001, el precio del dólar estadounidense en las casas de cambio era aproximadamente el de la paridad. Sólo cuando se impusieron las restricciones del “corralito” comenzó a cotizarse a valores superiores, pero que no llegaban a 1,40.

Una paridad “artificial” no podría haber durado diez años. Aseverar tal cosa supone aceptar que toda la sociedad –incluidos los operadores de cambio, poco dispuestos al autoengaño- estuvo durante una década o gran parte de ella presa de una locura o ignorancia colectiva, que le impedía percibir lo artificial de la situación. Los empresarios de allende nuestras fronteras que invirtieron sus dólares o divisas fuertes –inclusive en los últimos años de la convertibilidad- para comenzar a percibir sus ingresos en pesos depreciados después de la devaluación eran, según parece, unos ilusos; los que compraron inmuebles, activos fijos y paquetes accionarios de control en nuestro país, en valores expresados en dólares, también eran unos ignorantes; la Alianza, en la Carta a los Argentinos; y los propios argentinos –que hasta bien entrado el año 2001 apoyaban masivamente la convertibilidad- cobraban y pagaban salarios en dólares muy superiores a los actuales- estaban todos engañados.

¿Lo estaban? Para analizar los fenómenos –no sólo económicos- es un mal punto de partida situarse en lo ocurrido posteriormente, para inferir de ello relaciones causales (la conocida falacia lógica “post hoc, ergo propter hoc”). Si dentro de un cine, alguien grita ¡fuego!, es probable que muchos mueran en la avalancha. De allí no puede concluirse que era cierta la alarma (puede o no haberlo sido); ni menos aún, que la gente sensata no debe ir al cine. Pero esa lógica es la que predomina en el discurso acerca de la convertibilidad. No es que no puedan sostenerse posturas diferentes, pero las críticas no provienen de las fuentes más autorizadas, sino de las opiniones vulgares que, con frecuencia y sin mesura, deslizan nuestros principales funcionarios.

El carácter convencional –lo que no significa que sea artificial- de la asignación de un valor a la unidad de cuenta, se hace evidente y nadie lo cuestiona, cuando se recurre a instrumentos no monetarios o cuasimonetarios. Cuando se asigna un valor al cospel o a tarjetas magnéticas para el transporte urbano, esos instrumentos tienen un valor definido (uno o más viajes en el medio de transporte de que se trate) por su posibilidad de “conversión” en una determinada cantidad de viajes urbanos, no por su costo.

Durante la crisis de 2001, muchas provincias emitieron cuasi-monedas convertibles en pesos (los bonos provinciales, títulos de la deuda pública provincial al portador, de gran liquidez), e instrumentaron mecanismos automáticos y periódicos de rescate. Mientras la conversión era posible, su valor fue equivalente o casi equivalente al de la moneda nacional. Lo que mantenía su equivalencia no era ningún motivo vinculado con la economía “real”, sino la posibilidad legal –el derecho de los tenedores- de su conversión en moneda nacional. Mientras los gobiernos provinciales respetaron los derechos de propiedad de los portadores de bonos, su valor se mantuvo; y aún incurriendo en grandes déficits fiscales, en las provincias que respetaron sus compromisos, los bonos no experimentaron una mengua de su valor a la tercera parte.

Sin analizar si la emisión de bonos comportaba emisión de moneda –en pugna con las normas de los artículos 75, inciso 11 y 126 de la Constitución Nacional- o si constituía simplemente contraer deuda pública, emitiendo títulos sin interés y de alta liquidez, realicemos un experimento mental (prescindiendo de la manifiesta inconstitucionalidad de las medidas hipotéticas que enunciaré): supongamos que una o varias provincias hubieran dispuesto, en ese momento, la “flotación” de la cotización de los bonos en relación al peso; la derogación de la ley que autorice su conversión a pesos; que los depósitos en pesos no podían ser extraídos, por dilatados períodos, y que se convertirían a bonos no convertibles, multiplicados por 1,40; que en adelante, todas las deudas contraídas en pesos, serían pagaderas en bonos no convertibles; y que a partir de ese momento, la provincia recupera la soberanía monetaria, y en lo sucesivo, emitiría bonos no convertibles en pesos. Indudablemente, el valor de los bonos tan maltratados legalmente, se reduciría enormemente: de ser un título convertible en un patrón de referencia comparativamente estable, se tornaría una moneda de aceptación irrecusable, y sin garantía legal de su valor.

Continuemos con las hipótesis: llevada la cuestión a los estrados judiciales por un indignado tenedor de pesos, cuyo depósito fuera convertido en bonos no convertibles, le replicaran, como la Corte nacional:

“es obvio que si depositaba en pesos, es porque dudaba del mantenimiento del poder adquisitivo de los bonos. Desde ese punto de vista, puede afirmarse que la supuesta propiedad de los pesos no era más que una gran falacia. En Tucumán “nadie” ganaba en pesos[23] equivalencia cuya falsedad se hacía notoria si se pretendía la imposible tarea de cambiar bonos de cancelación de deuda por pesos fuera de la Provincia (salvo algunas localidades vecinas)[24] y que “hoy se ve claro que era ficticia”.

En esa pesadilla imaginaria –que solamente traduce al microcosmos provincial lo que sucedió en el ámbito nacional- mostraría que si hay una gran falacia –mejor dicho, muchas grandes falacias- es en el razonamiento que critico. Cuántas personas perciben sus ingresos en la moneda tomada como referencia, en vez de en la moneda convertible en la primera, o la mayor o menor dificultad de canjear la segunda en el exterior son circunstancias ajenas a la sustentabilidad del régimen legal y económico de conversión.

Bajo la vigencia del patrón oro, las diferencias de valor en las monedas nacionales estaba determinada por las distintas cantidades de oro que cada uno de los países asignaba a su divisa. Si bien la “fijación” del valor de la moneda –justamente la Constitución manda al Congreso “hacer sellar moneda, fijar su valor y el de las extranjeras; y adoptar un sistema uniforme de pesos y medidas”- era producto de un convencionalismo legal, no era ficticia. Análogamente, cumpliéndose la exigencia legal de que la base monetaria estuviera íntegramente respaldada por activos externos, la convertibilidad podría haberse mantenido indefinidamente.

Ya destaqué que la convertibilidad no impidió el crecimiento de las exportaciones, y en el último año de vigencia de dicho sistema monetario existía un superávit comercial (lo que no significa que sea, por sí, algo bueno), ¿por qué se repite que la paridad era artificial? ¿en relación con qué?

Una posible respuesta sería: con relación al precio de mercado, pero ya se vio que, antes del “corralito”, el precio del dólar estadounidense en los bancos y casas de cambio correspondía aproximadamente –con diferencias de centavos- a su valor legal de conversión. Y el precio de mercado está determinado por el ordenamiento legal e institucional, y por las garantías que el poder público –en sentido lato- otorga al ahorro en moneda nacional y extranjera. Mientras más arbitrarios son los gobiernos, y cuando mantener ahorros en el sistema bancario es altamente riesgoso, el tipo de cambio nominal y real son más elevados.

¿Cuál fue la reacción del público, frente al abandono de la convertibilidad, la pesificación compulsiva de los depósitos y de los títulos públicos en dólares sometidos a la jurisdicción argentina, y la simultánea prohibición de efectuar retiros de dinero? La sensación de que el gobierno no estaba dispuesto a respetar ningún derecho reconocido por normas anteriores, y que el único refugio de sus ahorros eran las divisas fuertes o el oro, en cajas de seguridad o en el exterior. Todo ello llevó a la acelerada depreciación del peso (después de la ley 25.561, ya no convertible).

Además, la reducción a la insignificancia del valor del peso condujo a un círculo vicioso típico de los procesos de “huida del dinero”: el público no desea mantener dinero nacional como reserva de valor y sí monedas extranjeras, lo que provoca un aumento de la demanda de éstas, y de su cotización; ese incremento, genera expectativas de subas ulteriores, alimentando su demanda con fines especulativos. El incremento cesa cuando las expectativas de que continúe la devaluación se sosiegan, y se percibe que el dólar y otras divisas están comparativamente “caros”. Un tipo de cambio fluctuante, cuando el gobierno –vía Banco Central- no está dispuesto a sostener una determinada paridad –“defendiendo” sus divisas- puede conducir a una devaluación enorme, en función de las expectativas inflacionarias y de posterior depreciación del signo monetario nacional.

En síntesis: no puede juzgarse “artificial” un determinado valor del dólar o de cualquier divisa, sin referirse al régimen monetario y cambiario vigente, y a la percepción de que el poder público –en Argentina, fundamentalmente el Poder Ejecutivo- está dispuesto o no a someterse a determinadas reglas normativas. En un régimen de convertibilidad ortodoxo, el valor “natural” es el que se fija como relación de conversión: si toda la base monetaria está respaldada por activos externos –lo que ocurrió durante la mayor parte de la vigencia de la convertibilidad- es teóricamente posible su mantenimiento indefinido.

Si se hubiese adoptado como moneda directamente la divisa estadounidense, la libra esterlina, el euro, el yuan, el yen o cualquier otra, sustituyendo el dinero nacional, podría decirse que la política es acertada o errada, pero no sería apropiado afirmar que es “artificial”. Simultáneamente puede predicarse de todo sistema monetario moderno que es “artificial” –en el sentido de que está regido por convenciones legales- y a la vez, que la cotización de mercado es “natural”.

Para que se lo tenga más claro: si un particular emite un cheque al portador por “X” pesos –suponiendo que tenga fondos suficientes acreditados en cuenta o autorización para girar en descubierto- el valor de ese cheque es el nominal[25], pero no por un artificio, o por una particular “perversión”, sino porque el sistema legal obliga al emisor a atender su pago.

Si ese particular, amparado o no por el poder político o judicial cierra su cuenta y luego se concursa, el valor de mercado del cheque pasa a ser muy inferior, o quizás nulo. Pero el deudor sería un desvergonzado, si dijera que en realidad, la paridad del cheque con la moneda era “una gran falacia” –como se predica de la convertibilidad- pues ahora no vale nada.

Además, y aunque muchos no lo adviertan, cuando se predica el carácter “artificial” de un tipo de cambio, se está diciendo –aunque sea como el personaje de Moliere que hablaba en prosa sin saberlo- que los precios relativos estaban sesgados hacia los bienes y servicios no comercializables internacionalmente; principalmente los salarios, lo que nos restaría hipotéticamente competitividad. Pero en tal caso, la causa de esa “artificialidad” serían, paradójicamente, los altos sueldos e ingresos de los proveedores de servicios “no transables” (es decir, no comercializables en el orden externo).

La consecuencia de entender artificial la paridad, es propugnar –como se lo hizo exitosamente- una brutal reducción de los salarios reales, y de los ingresos de la mayor parte de la población. Que la prédica anticonvertibilidad haya transmutado en “progresista” la inmiseración de gran parte de los argentinos; y que éstos hayan terminado por creerlo, es una de las curiosidades de la sociedad argentina, o una de las muestras del escaso debate de ideas impuesto por el “pensamiento único” en esa materia.

Historias exitosas de tipos de cambio fijos

El tipo de cambio fijo presenta con la convertibilidad la similitud de que el gobierno no controla la oferta de moneda local, pero difiere de esta última, en que no hay una garantía legal de mantenimiento de la paridad, ni necesariamente los activos externos son iguales a la base monetaria. Sin embargo, ya que las principales críticas a la convertibilidad están dirigidas a la fijación del tipo de cambio por un período prolongado, veamos la historia de los “milagros japonés y alemán.

Como puse de manifiesto anteriormente, conforme los acuerdos de Bretton Woods, el Japón y Alemania –entre otros países- habían “anclado” el valor de sus monedas –el yen y el marco, respectivamente- al del dólar estadounidense. Desde la posguerra hasta 1971 –en que se revaluaron frente al dólar- ambas monedas –y la generalidad de las monedas europeas- mantuvieron una relación de cambio fija con el dólar estadounidense[26]. A la vez, Estados Unidos mantuvo anclado el valor del dólar, con el oro en 35 dólares la onza troy[27].

Lo mismo ha ocurrido con China desde 1995 y Hong Kong desde 1978 (este último, tiene un régimen de convertibilidad). Panamá tiene una economía dolarizada, en la que el balboa sirve de sustituto para las transacciones menores.

Como destaca el Premio Nobel de Economía Robert Mundell[28], los tipos de cambio fijos fueron la regla, a lo largo de la mayor parte de la historia, y los flotantes la excepción. Desde los acuerdos de Bretton Woods, hasta 1971 cuando se abandonó el oro dentro del Sistema Monetario Internacional del FMI, los principales países desarrollados tuvieron tipos de cambio fijos, con pequeñas variaciones entre sí. Después de 1971, los tipos de cambio flotantes pasaron a ser la regla, acabándose con la disciplina monetaria, y desatándose así la inflación a escala mundial; con precios desorbitados para el oro y el petróleo.

El Sistema Monetario Europeo creado en marzo de 1979 fue un esquema de tipos de cambio fijo entre las monedas europeas y el marco alemán. El Tratado de Maastricht, en diciembre de 1991, decidió crear el euro y estableció un conjunto de pautas comunes (déficit fiscal, etc.) a las que los países miembros debían ajustarse para integrar el área monetaria común. En una primera etapa las monedas europeas eran convertibles en euros, y finalmente el euro desplazó a aquéllas.

Esa pérdida de independencia monetaria, lejos de ocasionar perjuicios, benefició a los países con monedas más débiles, como España e Italia, cuyas tasas de interés se equipararon a las de Alemania.

El tipo de cambio fijo sin garantías jurídicas, en Argentina

Sin embargo, el tipo de cambio fijo, en un país como Argentina con una larga historia de elevada inflación, a lo largo de cinco décadas, y de quebrantamiento de las normas por las autoridades, no otorga ninguna seguridad de que se vaya a mantener. Si se pudo destrozar el régimen jurídico de la convertibilidad –que en teoría, otorgaba a los tenedores de pesos convertibles y a los acreedores en moneda extranjera garantías legales que fueron pulverizadas por la ley 25.561, el decreto 214/2002 y una serie de normas de cuyo número ahora no me quiero acordar- el tipo de cambio fijo no confiere en nuestro país absolutamente ninguna garantía de su subsistencia, razón por la cual en nuestro país combina los defectos de la flotación –en cuanto a la imprevisibilidad- con la pérdida de manejo de la oferta monetaria.

La estabilidad monetaria, la financiación y la asignación de recursos

Si bien teóricamente puede haber moneda estable sin convertibilidad, en nuestro país, desde 1945, el único experimento exitoso en materia de estabilidad monetaria fue el régimen jurídico y económico establecido con la ley 23.928.

La escasa cultura económica de la mayor parte de nuestra dirigencia no ha sopesado la trascendencia de contar con una moneda estable. Muchos sectores beneficiados con la devaluación han cantado y cantarán loas a ese hecho que empobreció a la mayoría, pero en el largo plazo, sus consecuencias serán nefastas.

La economía argentina registra el record mundial de inflación, desde 1945; en la década del 80, salvo los años 1985 y 1986, todos los años tuvieron tasas de inflación de tres dígitos. Por ese motivo, desaparecieron hasta la década del 90 la financiación a mediano y largo plazo, así como el ahorro en moneda argentina, lo que se tradujo en que buena parte de los activos líquidos de los residentes en Argentina, se encuentre en dólares o en otras divisas.

Cuando el ordenamiento jurídico –incluido en el mismo no sólo las normas generales, sino las doctrinas judiciales- no otorga suficiente tutela a la tenencia de activos y créditos en moneda argentina o extranjera, los activos financieros quedan depositados en cajas de seguridad o son transferidos al exterior. En ambas hipótesis, dichos ahorros no son canalizados hacia la inversión en nuestro país.

La convertibilidad posibilitó la extensión del financiamiento, en una medida que no reconocía precedentes en varias décadas. De esa forma, las empresas estuvieron en condiciones de reequiparse con tecnología de punta y muchos hogares lograron acceder a la vivienda propia[29]. Desde la otra punta –las operaciones pasivas- la convertibilidad, sumada a la estabilidad monetaria por casi una década, permitieron que se incorporaran a la economía formal grandes, pequeños y medianos ahorristas, que hasta ese momento tenían sus activos líquidos en cajas de seguridad o en el exterior.

Al comienzo de la convertibilidad, la base monetaria, expresada en dólares, apenas superaba los cinco mil millones de esa moneda. En diciembre de 1995 los depósitos totales ascendían a 44.759 millones de dólares; y en diciembre de 2000, a 86.117 millones. Los depósitos en pesos treparon desde 21.345 millones de dólares en diciembre de 1995, hasta 34.212 millones en diciembre de 2000, y los depósitos en dólares, que sumaban 23.414 millones en diciembre de 1995, llegaron a 51.905 millones en diciembre de 2000. Esos valores suponen una tasa de incremento de los depósitos totales, del 92%; de los depósitos en pesos, del 60%; y de los depósitos en dólares, del 122%.

Los préstamos también se incrementaron: en diciembre de 1995 los préstamos totales sumaban 54.551 millones de dólares, y en diciembre de 2000, 78.865 millones. Los créditos en pesos aumentaron, desde 22.484 millones en diciembre de 1995, hasta 26.115 millones en diciembre de 2000; y los créditos en dólares pasaron de 32.067 millones en 1995, a 52.750 millones en diciembre de 2000. De esos importes, el crédito al sector privado aumentó, desde 46.756 millones de dólares en diciembre de 1995, hasta 62.001 millones en diciembre de 2000 (aumento del 33%)[30].

La canalización del ahorro hacia la inversión a través del sistema financiero –lo que no ocurre cuando la gente tiene sus ahorros en la informalidad- posibilitó un importante incremento de la inversión. Durante los 90, se hicieron masivas inversiones en los sectores de la energía, los transportes, las comunicaciones, los servicios de almacenaje y comercialización, los servicios financieros, la minería, la agricultura y la industria manufacturera, en gran medida posibilitados por la estabilidad monetaria y el incremento del ahorro bancario.

Cuadra remarcar que no sólo aumentó cuantitativamente la inversión, sino su calidad, es decir, mejoró la relación capital-producto. Entre 1990 y 1998 el producto bruto interno se incrementó a una tasa del 6,3% anual; la productividad de los factores aumentó a una tasa anual del 4,3%. La inversión anual per capita ascendió a U$S 1.421, contra U$S 1.134 de la década anterior (pero con un componente mayor de inversión privada, de mayor productividad; ello explica el aumento de la razón capital-producto, es decir, de la eficiencia de la inversión).

A partir del año 1999, la devaluación del real y la depreciación del euro y otras monedas frente al dólar, entre 1999 y 2002, generaron problemas a empresas agropecuarias y manufactureras productoras de bienes exportables o sustitutivos de importaciones; justamente las posteriormente más beneficiadas por la posterior devaluación del peso en relación al dólar y del dólar respecto del euro. Pero lamentablemente desde el punto de vista de la racionalidad de la política económica, no tienen la misma prensa las dificultades del sector agropecuario e industrial, que los productores de servicios (miles de pequeños comercios, que individualmente ocupaban poco personal pero en conjunto mucho más que las industrias beneficiadas, cerraron sus puertas).

La devaluación del real afectó la economía argentina, porque la reducción de aranceles aduaneros y de barreras no arancelarias provocada por el Mercosur había generado un incremento del comercio bilateral con Brasil, que pasó a constituir casi la tercera parte de la totalidad del comercio exterior de nuestro país. A esto se sumó la circunstancia de un “superdólar”, que se valorizó frente a las monedas europeas entre 1999 y 2002.

Estos shocks externos, si bien afectaron la economía nacional, no imponían una devaluación. En el mismo período, China también mantuvo ligada su moneda –el yuan o renmimbi- al dólar; Hong Kong preservó su convertibilidad, y ambos países no experimentaron problemas competitivos insalvables. Los propios Estados Unidos siguieron creciendo vigorosamente; más que la Comunidad Económica Europea, cuyas monedas se desvalorizaron frente al dólar en ese lapso, sin que ello les haya reportado ventajas significativas.

Si bien las circunstancias externas eran adversas, la devaluación –y menos en la proporción que se produjo, como consecuencia del abandono de la convertibilidad y la inseguridad jurídica del quiebre abrupto y total de las reglas precedentes, sumadas al “corralón”[31] – no era una necesidad inexorable. El principal efecto que tuvieron fue de tipo político: comenzó a cundir en la sabiduría convencional –que poco tiene de sabia- la idea de que el “corsé” que implicaba la convertibilidad era insoportable, y que resultaba necesario abandonar ese régimen. Para desgracia de Argentina, por distintas razones coincidieron el Fondo Monetario Internacional, la mayor parte del peronismo y del radicalismo, y sectores industriales y agropecuarios que históricamente han bregado por la devaluación, el proteccionismo y la licuación de pasivos.

Después de la devaluación y del “corralón”, los ahorros en dólares depositados en el sistema financiero se desplomaron, no habiéndose recuperado hasta el presente. Eso significa que muchos ahorros líquidos dejaron de integrar la economía formal: o están depositados en cajas de seguridad, o emigraron al exterior. Durará una década, y quizás más, reparar el daño provocado por la inseguridad jurídica.



[1] GARCIA, Valeriano y Saieh, Alvaro, "Dine­ro, Precios y Política Monetaria", Ed. Macchi, Introduc­ción, pág. 13).

[2] GARCIA, Valeriano y SAIEH, Al­varo, obra citada, cap. V, págs. 190, 191; capít­ulo VI, 226, 233; capítulo VII, pág. 271, etc.).

[3] DE PABLO, “Macroeconomía”, Fondo de Cultura Económica, 1991, pág. 732.

[4] si la cantidad real de dinero (M/PNB) aumenta, es porque se incrementa la demanda de dinero. Conforme a la ecuación M.V.= PNB, si M/PNB aumenta, es porque V –la velocidad de circulación del dinero- disminuye o, lo que es igual, la demanda de dinero aumenta.

[6] Los oligopolios o monopolios pueden mantener elevados niveles de precios, pero los precios pueden ser altos y estables. La inflación no es un problema de precios altos, sino de incremento permanente del nivel general de precios, monopólicos o competitivos.

[7] Si una empresa concursada obtiene ventajas competitivas respecto de las que se hallan in bonis, el sistema económico-jurídico está premiando al ineficiente y al incumplidor.

Lo anterior no significa que todas las empresas concursadas sean ineficientes, pero en promedio son menos eficientes que las no concursadas. Beneficiar a las primeras en desmedro de las otras disminuye la eficiencia general de la economía, arrojando señales negativas: más importante que crear, innovar o mejorar la calidad, es contar con un adecuado asesoramiento jurídico y contable para no pagar.

Esa cultura de la falta de pago, ese incumplimiento de los contratos fomentado por la legislación y las prácticas judiciales, aumenta el riesgo crediticio y con ello las tasas medias de interés, disminuyendo la inversión.

[8] Samuelson-Nordhauss, obra citada, págs. 618 y ss.

[9] La explicación de esta mejoría en el saldo comercial es la fuerte contracción experimentada por sus importaciones (-19.5%), como consecuencia de la recesión enfrentada por la economía argentina, mientras que sus exportaciones permanecieron prácticamente estancadas (0.9%).

No es por cierto un signo de salud económica que las importaciones caigan como consecuencia de la recesión, pero no debería ser motivo de crítica de parte de los numerosos partidarios de una economía autárquica. Si la reducción de las importaciones nos conduce al paraíso, los apologetas de la autarquía pueden estar muy satisfechos con los resultados de los años 2001 y 2002 .

Por mi parte, no considero maravilloso ese resultado, pero sirva como ejemplo para demostrar que el problema –a la fecha en que se eliminó la convertibilidad- no era de déficit de la balanza comercial, sino de insolvencia fiscal.

[10] Fuente: “Ambito Financiero”, 21 de Enero de 2003, 1ª sección, pág. 7.|

[12] Fuente: Ambito Financiero del 18 de Diciembre de 2002, p. 2.

[13] Fuente: Ambito Financiero, Sección Ambito Net, 28 de Febrero de 2003, página III.

[14] Fuente diario La Nación, Sección 2 –Economía- página 8, Jueves 26 de Junio de 2003.

[15] Samuelson-Nordhauss, obra citada, capítulo 22, pág. 415

[16] Con la salvedad de que su socialismo comprende únicamente lo fiscal –por los elevados impuestos a los ingresos personales- y sus costosos sistemas de salud y seguridad social. En lo concerniente a la propiedad de los medios de producción –que es privada- y a la asignación de recursos –principalmente el mercado- , son economías capitalistas.

[17] Fuente: Asiared. Año I. Número 9 . Revista electrónica de actualidad de Asia. Barcelona, 2000.

[18] Según la misma fuente citada en la nota anterior, la economía de Taiwán es abierta al exterior. En 1999 importó por valor de 110.000 millones de US$, cifra superior a la de España (105.000 millones de US$). Singapur importó por U$S 101.000 millones, y Malasia, por U$S 63.000 millones, todos valores sustancialmente superiores a los de la pretendidamente abierta economía argentina, en la década de la convertibilidad.

[19] En las décadas de los 60 y 70, uno de los pilares conceptuales de la teoría de la dependencia era el deterioro de los términos del intercambio, lo que significaba que comprábamos cada vez más caro, en términos de nuestras exportaciones. Ahora, lo malo sería comprar barato: en definitiva, siempre sería malo importar: si los precios de importación son reducidos, porque se trata de “baratijas” que compiten “deslealmente” con nuestros productos; si los precios de importación son elevados y tienden a elevarse, porque se deterioran los términos del intercambio.

[20] Copyright (C) 1998-2002 Radio Internacional de China. Ver también China Internet Information Center.

Si bien las estadísticas de un gobierno totalitario no son totalmente fiables –pues en China el Partido Comunista no ha dejado de mantener un férreo control político sobre la población, los medios de prensa y el acceso a Internet- lo cierto es que sus progresos materiales han sido considerables, así como su inserción en el comercio mundial, como lo demuestra su ingreso a la Organización Mundial de Comercio.

[21] “China, la globalización y el FMI”, Eduardo Aninat, Subdirector Gerente del Fondo Monetario Internacional, Segundo Foro sobre Globalización organizado por la Fundación para la Cooperación en temas de Globalización, Sanya, China, 14 de enero 2001.

[22] Fuente: Ambito Financiero, 21 de Enero de 2003, 1ª sección, pág. 7

[23] Lo cual sería casi tan falso y tan arbitrario como lo que postula la Corte respecto de Argentina: en las provincias, los empleados públicos “ganaban” en bonos convertibles en pesos; muchos comerciantes recibían (“ganaban”) esos bonos, pues gran parte de la población ocupada está constituida por empleados públicos, y existía otra parte de la población económicamente activa, que percibía sus ingresos en pesos o en dólares (si eran exportadores). Predicar como una verdad absoluta que “nadie” ganaba en dólares, es tan caprichoso como lo sería afirmar que en las provincias “nadie” cobraba en pesos.

Pero además, si se garantizaba el rescate automático y periódico de las emisiones de bonos, recibir esos títulos era equivalente a recibir pesos. La relación 1 peso convertible en dólares= 1 bono convertible en pesos era tan “artificial” –en el sentido de convencional- como la paridad 1 dólar= 1 peso convertible.

[24] En las Termas de Río Hondo, localidad turística situada a 90 km. de la capital tucumana, se recibían bonos de cancelación de deuda (Bocade) tucumanos, mas no en Buenos Aires, lo que no significa que la “paridad” fuera ficticia. Una cosa es la realidad del precio de un bien, en un contexto temporal y geográfico determinado, y otra que ese bien sea comercializable fácilmente fuera de aquel marco.

Además, la expresión de la Corte Suprema de la Nación en el caso “Bustos”, propia del realismo ingenuo, de que “hoy se ve claro” que era ficticia” (la paridad) incurre en el error lógico “post hoc, ergo propter hoc”. Creer que porque hoy el dólar estadounidense se cotice a 3 pesos, la paridad anterior era ficticia, no es ver claro, sino incurrir en una hipersimplificación.

[25] Por razones de simplicidad del análisis, prescindiré por ahora de los impuestos y retenciones sobre los movimientos bancarios.

[26] Roberto Cortés Conde, “Historia Económica Mundial”. 1ª edición, Ariel, 2003, pág. 276.

[27] Cortés Conde, obra citada, págs. 268-269.

[28] Publicado en Anuario El Mundo 2002: La Era del Euro (págs. 110-111).

[29] Circunstancia que no advierten muchos de los beneficiados con la convertibilidad y luego con la pesificación: accedieron al crédito gracias a la convertibilidad, adquiriendo su vivienda u otros bienes de significación económica, y luego se beneficiaron con la pesificación de esas deudas, pero no podría haberse dado lo segundo, sin la previa y expansión del crédito que la convertibilidad hizo posible.

[30] Fuente: Arriazu, "Lecciones de la crisis argentina", Editorial El Ateneo, pág. 155.

[31] La diferencia entre el “corralito” –que impedía retirar el dinero, pero no imponía la pesificación forzosa de los depósitos en moneda extranjera (ver decreto 1387/2001)- y el “corralón”, es que sumaba a la “reprogramación” de depósitos, el cambio en la moneda de los contratos, violando así la intangibilidad de los depósitos que garantizaba la ley 25.466.

1 comment:

Unknown said...

La convertibilidad a dolar tiene el problema principal que facilita la fuga de capitales financieros. Cuando la economía muestra signos de debilitamiento se puede producir fácilmente el fenome retroalimentado de sospecha > sacar dólares al exterior > debilitamiento económico > aumento de las sospechas > movimientos desesperados por retener el capital financiero > más sospechas > más fugas.... Sin embargo la convertibilidad a dolar es posible si existe un gobierno fuerte y estable, con un buen equipo económico atento a los menores síntomas, con superavit fiscal y sin endeudamiento externo. horacio: http://beta.blogger.com/profile/00358735547387048830